A veces, los altares nos encuentran antes de que sepamos buscarlos. Mi primer contacto con ellos fue en la Gruta de los Pañuelos, un rincón modesto y escondido en Sierra de los Padres, cerca de Mar del Plata. Allí, las rocas y los árboles parecen atesorar plegarias, esperanzas y secretos. La historia cuenta que, en 1948, una pareja de inmigrantes italianos que no podía concebir colocó una pequeña virgen en una grieta de roca, ató pañuelos al árbol más cercano y rogó por un milagro. Cuatro meses después, la mujer quedó embarazada, y regresaron al altar para agradecer lo que consideraron un regalo divino.
En mi caso, ese espacio sagrado tuvo otro desenlace. Junto a mi pareja, llegamos a la gruta con la ilusión de un embarazo que ya estaba en curso, pidiendo que continuara con buen término. Sin embargo, a los seis meses, la vida que crecía dentro de nosotros se apagó. Desde entonces, los altares dejaron de ser meros paisajes de la ruta y comenzaron a convertirse en un enigma, en símbolos cargados de historias humanas que resonaban profundamente conmigo, aunque no podía descifrar del todo.
A lo largo de los años, empecé a observar estos altares al costado de las rutas, puntos solitarios donde la tragedia y la esperanza se funden. Cruces, flores plásticas desteñidas, velas consumidas y objetos cotidianos se mezclan con el polvo del camino y el ruido de los camiones que pasan sin detenerse. Son monumentos efímeros que relatan ausencias y, al mismo tiempo, trazan conexiones invisibles entre los vivos y los que ya no están.
Si bien estos altares suelen ser ignorados o invisibilizados, en ellos se entretejen historias colectivas de duelo y fé, transformando el dolor en memoria y la memoria en un espacio sagrado. Los camioneros los saludan con bocinazos, un gesto simple que reconoce su existencia, mientras que los viajeros ocasionales apenas los notan en la velocidad del trayecto. Lo íntimo y lo público convergen en ellos, así como el asfalto y la naturaleza; son un recordatorio de lo frágil de nuestra existencia y de la persistencia del amor en su forma más pura. Son monumentos efímeros que relatan ausencias y, al mismo tiempo, trazan conexiones invisibles entre los vivos y los que ya no están.